Casa Colorada (Purmamarca): un poblado que guarda reminiscencias de un pasado esplendoroso

Para llegar a este lugar se debe realizar una travesía de aventura por medio de los médanos a más de 3000 metros sobre el nivel del mar en plena Puna de Atacama. El primer tramo del camino se hace en vehículos todo terreno, mientras que el segundo es a través de una caminata por medio de senderos que nos van sumergiendo de a poco en su historia.

Partimos de madrugada desde Purmamarca cuando las últimas sombras de la noche se preparaban para despedirse, eran alrededor de las seis, el frío no era tan intenso como habíamos supuesto, parecía enfrascado, tal vez esperando el primer haz de luz del día para mostrarse en toda su dimensión. Cruzamos apenas algunos vehículos durante el trayecto, salir temprano nos había asegurado evitar el continuo ir y venir de autos, camionetas y principalmente camiones que circulan diariamente desde y hacia Chile. Seguimos transitando por la extensa ruta nacional N° 52, mientras, la alborada de un nuevo día ya se hacía presente. Al llegar a la bifurcación de la ruta 52 con la ruta provincial N° 79 nos detuvimos, nos circundaba a lo lejos el paisaje de los cerros en cuya cúspide un halo de luz rosada los cubría como un manto. Al abrir la puerta de la camioneta una gélida brisa nos acarició, mientras sobre los cerros, los primeros rayos del sol luchaban por abrirse paso entre las espesas nubes. Alrededor, la escarcha en algunos sectores del suelo daba testimonio de la baja temperatura que había reinado en la noche, la cual es habitual durante todo el año en toda esa región.

Continuamos el recorrido por la ruta provincial por un camino de tierra, al costado a unos 500 metros se divisaban, unas casas, el paisaje agreste de los matorrales y los postes de luz perfectamente alineados. En esa carretera lineal cruzamos un cartel de madera que indicaba un camino a Colorados, uno de los pequeños poblados de la zona. Para llegar a nuestro destino debíamos obviar esa señalización y continuar en línea recta por la carretera. Después de recorrer alrededor de unos veinte minutos de camino a una velocidad media, nos encontramos con los puntos de referencia que teníamos que tener en cuenta, un poste de madera de un color verdoso -que es del tendido de red eléctrica- sobre mano derecha y un auto abandonado, oxidado y con rastros de haber sufrido un incendio al costado izquierdo de la ruta. Esos son los dos indicativos que marcan el inicio del camino hacia Casa Colorada, pasarlos por alto sería deambular por el medio de la nada y terminar en un camino sin rumbo fijo. Al llegar a ese punto hay que girar a la derecha internándose por un camino de playa que al ir avanzando se va estrechando hasta terminar entre medio de las tolas-pequeños arbustos que juntamente con los de rica rica (que es utilizada por los lugareños para preparar el mate cocido con yerba) son los que predominan en la vasta estepa-. Las tolas rasgaban con sus ramas continuamente la carrocería del vehículo en esa improvisada vía de comunicación demarcada en el medio del arenal, un terreno tan blando que solamente puede ser transitado por las camionetas 4×4. Aventurarse por ese camino es una difícil travesía principalmente para el conductor ya que el camino esconde dificultades para quien lo transita por primera vez, como el de hacer un corto tramo lineal y de repente tener que girar abruptamente en un ángulo cerrado de noventa grados; por lo cual un pequeño error de cálculo en el manejo puede determinar la contingencia de quedar varados.

La monotonía del paisaje era interrumpida por los constantes sacudones de la camioneta y por la belleza de algunas vicuñas que se encontraban en algunos trayectos del camino y que huían despavoridas al notar nuestra presencia, extrañamente corrían en la misma dirección en la que iba la camioneta y al sobrepasarlas en velocidad se quedaban quietas y giraban en sentido contrario, como si fuera un juego de niños. En la lejanía se divisaba una cadena de cerros de cumbres redondeadas, particularidad que se da en esa zona por la erosión de los fuertes vientos que soplan durante los meses de otoño e invierno y que van desgastando permanentemente la cúspide y el tamaño de las montañas. Continuamos transitando por ese indomable camino por alrededor de una hora y justo al llegar adonde el mismo se ensancha, nos atascamos en la arena. Para poder continuar tuvimos que cavar y colocar algunas piedras chatas entre las ruedas para hacer un suelo más sólido para que no se hundieran aún más. Además, como la única carga que llevábamos en la caja trasera de la camioneta era la rueda de auxilio tuvimos que colocarle una gran cantidad de piedras para que tuviera más peso; ya que contrariamente a lo que pensábamos, que al ser más liviano corríamos menos riesgo de atascarnos, el chofer nos indicó que era mejor tener mayor peso porque eso le otorgaba mayor consistencia al andar del vehículo. Después de haber colocado las piedras entre las ruedas y en la caja, empujamos la camioneta, bastó un breve esfuerzo para hacerla salir del pozo. Subimos y continuamos hacia nuestro destino, con la idea fija de no pararnos en ningún lugar, a no ser que el terreno nos jugara otra mala pasada, el chofer nos recomendó sacar fotografías desde el interior del vehículo ya que el andar debe ser constante y en segunda para evitar atascarse.

A los costados del camino predominaba el cuadro paisajístico del arenal, a los lejos observamos las inmensas dunas adornadas con la escasa vegetación, incluso en una de ellas se erguía solitario un árbol de tusca, toda una rareza por ser el único ejemplar que pudimos ver en toda esa inmensidad. Llegamos a un lugar en donde el terreno se vuelve un poco más duro e incluso algo pedregoso y en el cual el lecho de ese río comienza a tener vida y razón de ser. En ese lugar pudimos ver la convivencia de las vacas, los caballos y las indomesticables vicuñas, estas últimas tal vez movilizadas por ese sentido de supervivencia, ya que este es el único lugar, en muchos kilómetros a la redonda que tienen para beber agua. Allí también ese líquido vital para toda existencia hace que el verde de la escasa pastura sea de un color mucho más vivido, recorrimos unos metros y la arena, volvió a adueñarse totalmente del terreno. En ese camino nos topamos con dos cercas dispuestas sobre el lecho del río, que han sido colocadas para delimitar propiedades y no para impedir el paso, ya nos habían advertido de esto, así que lo único que tuvimos que hacer fue bajar uno de nosotros y abrirla y luego dejarla como estaba. Continuamos avanzando por el lecho del río y llegamos al sitio en donde se dejan estacionados los vehículos para continuar hacia Casa Colorada a pie. Que como todos los lugares estratégicamente dispuestos en el campo tienen alguna particularidad que los hace notorios, en este caso se trataba de un corral que a su costado tiene un sauce, que en la zona lo denominan «llorón», porque de sus hojas cae permanentemente una resina que tiñe su tronco de un color negruzco y que deja manchas aceitosas sobre el suelo.

Empezamos a caminar por un sendero al costado del cerro, apenas hicimos unos metros nos encontramos con dos casas, que al parecer estaban habitadas, muy cerca de ahí encontramos en lo bajo cerca del arroyo un sembradío, en el cual se podía observar el cultivo de habas, girasol, alfalfa, cebada y avena-estos tres últimos para ser utilizado como forraje para los animales durante el invierno-. A pesar de que allí todavía puede verse la actividad de la agricultura también nos dimos cuenta que hoy cultivan en menor escala que en tiempos anteriores, ya que notamos en ese terreno para cultivar, vestigios de haber sido mucho más extenso. El camino tiene una leve pendiente, que en ese sentido no reviste una gran dificultad, pero sí, en que el suelo es un arenal, en el cual los pies tienden a resbalarse y hundirse, como si se estuviera caminando por un suelo jabonoso, lo que lo hacen un terreno complicado y pesado para transitar. Otro de los inconvenientes es que no está totalmente demarcado por lo que hay ir guiándose por las huellas de pisadas que son apenas visibles. Después de unos treinta minutos de caminata nos encontramos con una casa abandonada al costado sobre la ladera del cerro, en donde posaban sobre los matorrales de su alrededor una gran cantidad de pequeños loros de un intenso color verde. Continuamos por esa senda con la compañía en la parte baja del arroyo hasta llegar a un sector en donde confluye con otro, en ese punto hay que cruzar el lecho más estrecho y continuar por el sendero de la izquierda. Ascendimos levemente y nos dimos con más casas abandonadas, con paredes aún firmes pero con los techos totalmente derruidos. Allí también pudimos observar otra de las construcciones antiguas que se realizaban de manera comunitaria, -fiel al concepto ideológico del mundo andino- y que son unos extensos y gruesos tapiales, que eran realizados con dos tablones ubicados paralelamente y en donde se colocaban piedras, ramas y tierra remojada, mezcla que mediante presión compactaban para lograr una pared uniforme y resistente, algo que aún puede admirarse en la actualidad. Estos tapiales se extienden a lo largo de unos siete a ocho kilómetros, desde la confluencia de los arroyos hasta el pueblo de Casa Colorada y son los testigos silenciosos de un pasado esplendoroso, ya que su función fue la de delimitar el territorio de la hacienda con el de los cultivos, que se encontraban en la parte baja a la vera del río.

Al costado de ese sendero, ahora un poco más pedregoso, nos maravillamos con los cardones vestidos con una suave pelusa blanca y que son conocidos como los «cabeza de vieja», también con otra cactácea muy particular conformada por un montón de minúsculas espinas unidas. Más adelante nos encontramos con las yaretas siempre presentes en la flora de regiones de altura.

Al llegar al poblado nos encontramos con una típica construcción de esta zona, cimientos de piedras y paredes de adobe, techos de caña, cubiertos con barro y recubiertos de paja, para resguardarlo del desgaste de las lluvias. En el patio de entrada también había una pequeña mesa hecha de piedra que sirve para “carnear” (faenar), principalmente a las cabras, que en ese momento desde su corral observaban curiosas nuestro paso por el lugar.

Después de atravesar una majestuosa pirca de piedras y caminar unos metros por un pasto, que al pisarlo daba la sensación de que fuera de plástico, regado por el agua que brota del suelo, llegamos a una construcción donde funciona la capilla, la cocina y el comedor comunitario, rodeado de un gran patio en el cual en lo alto del mástil flameaba la bandera argentina. En ese momento había más gente de la que habitualmente vive en el pueblo, ya que en el mismo viven actualmente solo cuatro familias. La consecuencia era que estaban celebrando las Fiestas Patronales en honor a su Patrono, San José Obrero, y por esto los familiares de zonas cercanas habían concurrido para compartir esta importante festividad con la comunidad del lugar. Igual que el cura, que solo va una vez al año justamente para las patronales, después en los restantes meses, el encargado de las misas es Agustín Chocobar que es el maestro de catequesis del pueblo. La sencilla pero emotiva procesión se realiza con el Santo transportado en andas alrededor del gran patio, el que después del almuerzo también sirvió de cancha para el partido disputado por las jóvenes adolescentes presentes; mientras que los hombres miraban desde un costado compartiendo una charla y una ronda de vino. Agustín también nos contó que últimamente han llegado al pueblo varios turistas que solo sacan algunas fotografías y luego se van, explicándonos que en esto radicaba su fastidio, porque ellos quieren que la gente que se llegue al lugar al menos les lleve algunas donaciones de ropa o mercadería para el beneficio de toda la comunidad. Además, comentó que ellos pueden guiarlos a otros tesoros naturales, como ser, el lugar en donde se avistan los cóndores y las cascadas que se encuentran muy cerca de ahí. Una de las abuelas nos dijo que lamentablemente ya no se cultivaba ni había tanta hacienda como antes, ella mencionó que eran dos las razones, una porque tuvieron que padecer una sequía de dos años, la otra es que la mayoría son ancianos y ya no pueden recorrer grandes distancias para hacer pastar a los animales. Ya que los niños de Casa Colorada asisten a la escuelita N° 350 de San Miguel de Colorados distante a unas seis horas de camino, allí llegan el lunes al mediodía y se quedan hasta el viernes, día que regresan a sus hogares; mientras que los adolescentes que van al nivel secundario van a la escuela de Purmamarca, para ellos el desarraigo es más profundo, ya que solo vuelven para una fecha especial o en el período de vacaciones.

Casa Colorada está enmarcada por la lejanía del lugar, la extremidad del clima, el ambiente apacible pero solitario y por un vago recuerdo de paredes antiguas que guardan el resplandor de épocas pasadas. Por todo esto, todo tiene un sentido comunitario para ellos, todo lo que hacen y 1o que se hace es por la comunidad y para la comunidad.

Alrededor de las cinco de la tarde nos despedimos de Casa Colorada y su gente. Nos esperaba el trayecto de 17 kilómetros de caminata hasta la camioneta y alrededor de una hora y media para encontrarnos nuevamente con la ruta provincial. Caminar nos resultó mucho más fácil porque ahora era en bajada, pero el tramo en vehículo fue más complicado por los rayos del sol que se reflectaban directamente sobre el parabrisas encegueciendo la visión de nuestro conductor, conocido como el «Loco» Ramos, que gracias a su ductilidad en el manejo pudimos llegar a la carretera provincial, luego de a poco, fuimos ingresando a la urbanización para finalmente llegar a Purmamarca en horas de la noche.

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