Tilcara – Calilegua una caminata que invita a explorar la naturaleza en su inmensidad

Es uno de los circuitos turísticos más elegidos por los amantes de la naturaleza y por aquellos que gustan de la aventura.

El camino que une Tilcara con Calilegua es sin lugar a dudas uno de los circuitos turísticos más deseados por quienes aman la aventura. La travesía lleva seis días realizarla, si se la realiza totalmente a pie -con una mochila llena de víveres y ropa de recambio- ya que si se utilizan animales de carga los tiempos se acortan notablemente. El punto de partida desde Tilcara es la localidad de Alfarcito. Desde ahí se inicia un largo recorrido que se divide en etapas, y que incluye los tramos, Alfarcito-Los Amarillos, Los Amarillos-Huayra Huasi, Huayra Huasi-El Molulo, El Molulo- San Lucas, San Lucas-San Francisco y San Francisco- Calilegua.

 

Alfarcito – Los Amarillos

Después de subir el trayecto de la Garganta del Diablo de la ciudad de Tilcara en un remis, y cuando el sol estaba adueñándose de la mañana llegamos a Alfarcito. Desde allí comenzamos la caminata con un pequeño ascenso rumbo a nuestro primer objetivo, llegar a Los Amarillos. La primera escalada no fue tan pronunciada y pudimos divisar, a lo lejos sobre las laderas de los cerros, los andenes de cultivo andino de hace miles de años y los actuales terrenos de cultivo ubicados en sectores más bajos cerca del lecho del río, que marcaba el contraste entre el antes y el ahora. Desde lo alto también observamos la pintoresca escuelita de Alfarcito y los vestigios de una casa y un corral antiguo. Al llegar al llano, divisamos a la distancia sobre el cordón montañoso de enfrente el camino hacia el Abra de Punta Corral.

El paisaje presentaba pocos matices, lo agreste de la vista y del terreno se entremezclaba con el calor sofocante, los cerros que nos circundaban hacían de muralla para que la brisa se ausentara durante todo este trecho del camino. Fueron los primeros kilómetros en los que fuimos asimilando el clima que nos tocaría vivir; sin ningún reparo en donde descansar a la sombra, con un sol abrasador y un clima seco que resecaba constantemente nuestras gargantas, bebiendo sorbos de agua de a ratos para contrarrestar esa sensación.

Casi a la mitad de camino nos encontramos con una casa muy llamativa por su color colorado intenso y que da origen al nombre del paraje conocido como Casa Colorada, allí los sonidos llamativamente se dimensionan como si fuera una gran caja de resonancia.

Al llegar a la base del Cerro Los Amarillos está el punto de descanso obligado para los caminantes, evidenciado por los restos de fuegueros, seguramente de aquellos que en alguna oportunidad pernoctaron en el lugar. Allí también fluye una pequeña acequia, la que resulta un alivio para refrescarse y contrarrestar el agobiante calor del mediodía, pero que, lamentablemente se encuentra contaminada con botellas y envoltorios de sobres de jugo.

Después de descansar y recuperar fuerzas, emprendimos el ascenso, el cual a simple vista nos pareció sencillo, corto, pero que cuando comenzamos a transitarlo supimos que iba a ser un desafío constante. Por delante teníamos un camino bastante inclinado, a esto se le agregaba que en algunos sectores se tornaba algo resbaladizo, lo que hacía nuestro paso lento.

La intensidad del clima nos castigaba permanentemente, los rayos del sol en algunos sectores chocaban contra esas enormes paredes coloridas de los cerros que reflectaban la luz solar y por consiguiente aumentaban la temperatura ya existente. Este efecto producía un aire caliente casi irrespirable que nos ahogaba, esto nos llevaba a esforzarnos aún más para llegar a un lugar más alto en búsqueda, aunque más no sea, de una pequeña ráfaga de viento que nos diera un respiro que nos ayudara a continuar. Respiro que tuvimos cuando llegamos a una especie de pequeña Abra que marca el final del terreno colorido de piedra caliza y el principio de otro en donde predominaba el color rojizo en su primera parte y el ocre posteriormente. Lo que no cambiaba era la pronunciada pendiente. Luego de ascender durante una hora, llegamos a lo que sería la mitad del cerro donde se puede observar una casa derruida y es donde termina el camino más ancho que, supuestamente es para vehículos.

Antes de la cima existe una casa con sembradíos al lado de un arroyo, desde ahí se observa Sumay Pacha, el paraje San Pedrito, ambos pertenecientes a la localidad de Maimará, los Castillos de Huichaira, los cerros de la Cueva del Inca, la Quebrada y los Amarillos de Juella. Una vista panorámica única que se intensifica con admirables protagonistas de la flora del lugar, los cardones, que lucen pintorescos con sus flores de un rosado fuerte y hasta se pueden encontrar los denominados cabezas de vieja, que tienen la particularidad de estar cubiertos de una pelusa blanca que es muy suave al tacto.

Nos encaminamos hacia la parte final de la escalada a través de un sendero angosto, pedregoso y escalonado, esculpido naturalmente en algunos tramos por escalones de piedra, visualmente atractivos pos su colorido, que sobresalen de las entrañas del cerro, pero también peligrosos porque en su parte derecha lo secunda un precipicio que finaliza metros antes de la cima. El clima a esta altura se tornó más benevolente, el sol ya se estaba despidiendo de estos parajes, y una tenue brisa fresca nos acariciaba, anunciándonos que ya nos acercábamos a la cima.

Al final de Los Amarillos se encuentra una cascada de la cual emana entre las rocas el agua constante y gélida, desde ese punto hay que ascender unos pocos metros para llegar a la planicie y es donde el físico comienza a evidenciar el cansancio de la subida, las piernas se mueven por simple inercia. Con la noche acechándonos decidimos acampar ahí, al lado de un arroyo, y tomarnos un café caliente, ahora para atemperar el frío -que a esa hora comienza a adueñarse del clima- y descansar, a fin de continuar al otro día con la travesía, ya reconfortados.

 

Los Amarillos — Huayra Huasi

Despertamos cuando el sol recién despuntaba y se posaba sobre la cúspide de los cerros, el canto de los pájaros fue la melodía matinal que nos acompañó, entremezclada con el sonido del agua que corría velozmente golpeando contra las pequeñas piedras del lecho del arroyo. Luego de desayunar emprendimos nuevamente nuestro viaje, en este tramo también vimos pircas de piedras de corrales antiguos sobre ambos lados de los cerros que rodean al sendero llano. Luego de bordear un pequeño cerro nos adentramos a una quebradita en la cual el paisaje comienza a teñirse de colores con pequeñas florecillas violetas, amarillas y rosadas, que apenas se desprenden del suelo. Allí también la fauna comienza a tener más presencia ya que pueden verse los nidos que los pájaros hacen en las barrancas de los cerros, y las diminutas cuevas de los cuises o rata del campo, también hay una gran cantidad de lagartijas de diversos tamaños. El suelo en esa zona es húmedo, también hay un ojito de agua, desde donde observamos un grupo de vicuñas sobre lo alto. Transitamos al lado del arroyo hasta toparnos con otro cerro, el cual debíamos bordear, y que al frente del mismo, perdida en la inmensidad se divisaba una casa. Llegamos a una cruz donde nos encontramos con mucha gente que iba a caballo con sus alforjas llenas de provisiones y que se dirigían a las Patronales de El Durazno. Nos dijeron que teníamos alrededor de seis horas de caminata, aliviados de saber que nuestro objetivo estaba lo bastante cerca en cuanto a tiempo, continuamos con mayor ímpetu. Lo que no sabíamos en ese momento y que descubrimos después es que esas seis horas eran a caballo, y que nosotros a pie y con bastante carga lo debíamos multiplicar por dos.

Continuamos hasta el lugar en donde están las apachetas, allí se encuentra el Abra, seno de una extensa planicie donde comienza el llano y en donde llama la atención las inmensas piedras que se encuentran sobre la base de los cerros. Pasamos la planicie e ingresamos a una quebrada donde el verde predomina entre la vegetación del lugar, debido a las vertientes que se encuentran a lo largo de ese tramo, además en un hoyo que había en la tierra observamos como corría un río subterráneo.

Aprovechamos para descansar y comer, mientras almorzábamos pasaron muchos caminantes con sus burros, caballos y hasta perros, algunos se dirigían a El Molulo y otros a El Durazno, ellos nos indicaron que continuáramos hasta la bifurcación del camino y que tomáramos el sendero de la izquierda, que es el que va a El Molulo, también divisamos el primer Cóndor que sobrevoló sobre nuestras cabezas como marcando su territorio. Tomamos el sendero indicado y volvimos a encontrarnos con el arroyo, en el cual en una de sus márgenes pastaban algunas vacas mientras que en las alturas sobrevolaban en círculos, las águilas. Bajamos por el camino bordeando siempre de un lado el cerro y del otro el arroyo hasta llegar a un lugar llamado, Ventura. Allí se erigen dos casas con paredes de piedra de colores y barro, y techo de paja, además de un inmenso corral hecho de un pircado en seco de enormes piedras, que nos dejó impactados por la magnitud de la obra. Son dos paredes de alrededor de 20 metros de largo por un metro y medio aproximadamente de alto, con otras dos, de unos diez metros por una altura de un metro. A unos pocos metros de ahí se encuentra otra bifurcación de caminos en donde hay una piedra pintada con pintura blanca que señala dos senderos, el de la derecha va a El Durazno y el de la izquierda hacia El Molulo.

Desde allí se transita permanentemente al costado del lecho del arroyo, por unos trescientos metros por la margen derecha, luego hay que cruzar hacia el otro lado y continuar por una senda visible, hasta llegar a una subida escalonada de unos 15 metros de largo de piedras irregulares, al final nos encontramos con los precipicios, que se encuentran en lo extenso del camino que bordea esas cadenas montañosas.

Terminando el recorrido de los precipicios hay una cascada, lugar donde se reúnen los animales que pastan en los alrededores para tomar agua, y que se encuentran en gran cantidad como vacas, caballos, burros, ovejas y cabras. Cerca de ahí, hay otra apacheta sobre una pequeña planicie en donde se puede descansar.

Nos encontrarnos con un par de lugareños que nos indicaron que estábamos cerca de Huayra Huasi, el camino se debatía entre subidas y bajadas y en ciertos sectores solo cabían ambos pies. Después de caminar unas tres horas arribamos a Huayra Huasi, un lugar que cuenta con apenas tres casas y dos inmensos corrales a los costados de las mismas, plagados de cabras y ovejas. Los cerros rojizos, el río y otra cadena de cerros circundantes enmarcan al lugar en un cuadro sencillamente imponente.

Con el atardecer ya decayendo y la noche dispuesta a salir, decidimos descansar allí, en un pequeño espacio que sirve para acampar.

 

Huayra Huasi- El Molulo

Partimos desde Huayra Huasi alrededor de las nueve de la mañana, la gente del lugar nos indicó el camino que debíamos seguir, cruzamos el río y continuamos por un sendero que nos llevó a trasponer otro pequeño arroyo de aguas cristalinas. Empezamos el leve ascenso y a pocos metros descubrimos una pequeña cascada, de a poco el sol imponía su presencia, tornando el clima en agobiante. Al mirar la cúspide del cerro nos dimos cuenta que nos encontrábamos dentro del territorio del majestuoso Cóndor, muchos de ellos planeaban alrededor nuestro, mientras que otros nos observaban sigilosamente postrados en las alturas. El camino era sinuoso y con precipicios a un costado.

Mientras transitábamos esos macizos imponentes nos dimos cuenta de sus secretos, porque terminábamos de rodear uno y ya teníamos por delante otro más para bordear, y mucho más extenso que el anterior. Por suerte este nuevo trayecto era en bajada, un verdadero alivio para nuestras piernas cansadas. La caminata tenía dos protagonistas permanentes, los cóndores en las alturas y el abismo al lado de nuestros pies. Al mediodía arribamos a una planicie, desde ahí vimos algunas casas alrededor inmersas en el medio de cerros enfrentados, con pequeñas líneas que son los senderos que comunican una con otra. Allí comimos algo y nos hidratamos un poco, cuidando cada gota como un tesoro ya que nos advirtieron que en esos cerros no hay fuentes de agua.

Allí pudimos contemplar por un momento fugaz, la grandiosidad del Cóndor, ya que un hermoso ejemplar de color negro con un aro blanco rodeando su cuello, nos sobrevoló con sus alas desplegadas a unos pocos metros, su paso dejó nuestras miradas atónitas y nuestros corazones palpitantes.

Partimos luego de una hora de descanso, ahora el camino era cuesta arriba, llegamos a la cúspide y nos encontramos con otra Apacheta- estos montículos de piedras se encuentran en puntos equidistantes y marcan la apertura de nuevos caminos. En los cuales cada caminante, antes de llegar a la misma, recoge una piedra del camino para depositarla allí, con la convicción de aliviar el cansancio y fortalecer el espíritu-.

Tras un kilómetro de recorrido pudimos vivenciar un espectáculo único, las nubes traspasaban nuestros cuerpos con su bruma blanca y su aire helado. Continuamos por un camino resbaladizo de arcilla colorada, esto nos referenciaba que estábamos cerca de La Laguna Colorada, que es un pequeño círculo de agua que sirve de bebedero para los animales dispersos entre los cerros, como vacas, burros y caballos. Ya eran las tres de la tarde cuando llegamos allí, descansamos un rato, en ese momento nos cruzó un anciano que llevaba tirando su caballo, y el que nos dijo que ya nos faltaba poco para arribar a nuestro destino. Partimos con muchas ganas, siguiendo el camino más ancho como nos había indicado el lugareño. Ese sendero nos llevó hasta una llanura donde pastaban un montón de caballos, y a nuestro frente se encontraba un macizo de piedra muy empinado con un camino zigzagueante. El ascenso fue agotador, cuando llegamos a la cumbre observamos el camino arcilloso y otra vez los precipicios. Bordeamos un cerro y de pronto apareció otro, algo que fue una historia repetida durante todo el trayecto. Era un camino interminable que nos desgastaba cada vez más, llegamos a un punto en donde el camino es un poco más ancho y continuamos por la senda de la derecha, totalmente extenuados, y con temor de que aún nos faltara mucho por recorrer. Nos habían dicho que el punto de referencia para saber que llegábamos a El Molulo, era un cementerio al costado del camino. Caminamos cabizbajos por alrededor de diez minutos y nos encontramos con el campo santo de tumbas perdidas entre los matorrales que las cubrían. Debajo a pocos metros estaba El Molulo, con su escuelita y algunas casas alrededor de la misma. El recibimiento de la gente del lugar fue acogedor, por lo que decidimos tomarnos un día entero para descansar allí y continuar la travesía hasta la carretera que nos llevaría a San Francisco.

 

El Molulo- San Lucas

En El Molulo el portero de la escuela nos cedió un espacio para acampar y nos permitió utilizar el fueguero de la vieja cocina, mientras que Doña Clementina nos preparó una sopa de cordero con la cual recobramos energías. Esa noche se desató una tormenta, el cielo parecía incendiarse, era el infierno mismo, con luces rojas fulgurando hacia todos lados, entre esos destellos podían verse extrañas figuras que se formaban en el firmamento, era un espectáculo temeroso.

Al otro día por la tarde compartimos con Doña Carmen Poclaba, quien recién llegaba de Tilcara, había venido a ultimar los preparativos de la señalada de su tropa. Ella nos aportó muchas indicaciones sobre el camino, sus peligros y nos previno de llevar abundante agua porque en el trayecto de El Molulo- San Lucas no hay de donde abastecerse. También nos vendió bollos caseros al mismo precio de cualquier almacén de Tilcara, una actitud loable, ya que no aprovechó el argumento de la lejanía para cobrarnos más.

Al día siguiente partimos alrededor de las diez de la mañana, con una considerable provisión de agua. Era un camino serpenteante casi infinito, bordeando los cerros, primero de un lado y luego del otro, a lo lejos en la parte baja entre medio de la frondosa vegetación divisamos unas casas, hasta allí todavía se podía observar vestigios de civilización.

El ascenso era constante, igual que el sol y el calor; los tábanos (parecidos a las moscas, pero más grandes de tamaño) eran insoportables, se nos pegaban al cuerpo para picarnos traspasando el tejido de la ropa. Llegamos a una cúspide con una pequeña planicie donde pastaban burros y vacas, característicos animales de esta zona. Seguimos bordeando otro cerro, teniendo en cuenta la advertencia de que, en este tramo podíamos encontrarnos con la pesadilla de todo caminante, las víboras, que suelen encontrarse al costado de los senderos calentándose con los rayos del sol.

Y fue así ya que se cruzó en nuestro camino una víbora cascabel, que al acercarnos comenzó a emitir su característico cascabeleo, no teníamos muchas alternativas para evitarla, puesto que las laderas del cerro son muy recostadas y del otro lado del sendero está el precipicio. Optamos por continuar con sigilo por el camino cuidando de pisar en tierra firme, manteniendo la calma para no dar un mal paso y desbarrancarnos, fue un alivio cuando todos pasamos ese peligroso escollo.

Continuamos por el camino angosto hasta llegar al Abra de Rumi Cruz, la primera de las tres abras que nos habían dicho que teníamos que pasar. En ese lugar ya comenzamos a ver el cambio geográfico del terreno, de a poco el Valle se transformaba en Monte. El suelo ahora era terroso, con árboles al costado de troncos tan extensos como el precipicio mismo, cuyas copas atenuaron los rayos del sol dándonos sombra. En ese tramo nos habían dicho que podríamos llegar a ver a muchos animales que tienen como hábitat este lugar, como arañas tarántulas del tamaño de la mano, que muchas veces caen de las hojas de los árboles. También monos que existen en gran cantidad y que se abalanzan sobre las personas para quitarles la gorra, no pudimos observarlos, pero sí los escuchamos. También el sonido lejano de un chancho del monte, que se notaba que estaba embravecido hizo que aligeráramos el paso.

El camino estaba en mejores condiciones así que caminamos por una hora más hasta que nos detuvimos para comer y descansar un poco. Volvimos a emprender nuestra marcha y al caminar un corto tramo nos dimos con la sorpresa de que volvíamos a adentrarnos otra vez en la fisonomía del Valle, era como regresar atrás, los árboles estaban sobre el costado derecho y a la izquierda en las laderas la vegetación se entremezclaba entre el verde y el amarillo. Llegamos a un lugar que desde lo lejos parecía una casa con un corral, pero cuando llegamos esa visión se había esfumado, lo que habíamos divisado era un pequeño cementerio con algunas tumbas. Allí hay un sendero a la derecha que conecta con una laguna, sobre la izquierda está el camino correcto que hay que tomar para seguir hacia San Lucas. Bordeamos el campo santo rezando por el descanso de esas almas, y continuamos transitando hasta toparnos con una amplia planicie, en donde existe un gran corral con caballos y vacas que pastaban tranquilamente debajo de los pequeños árboles, era Abra de Cañas, eso nos dio un envión anímico para continuar.

Caminamos aproximadamente un kilómetro y empezamos a descender por medio del monte, el camino principal, que es el más ancho, se confundía con las huellas de otros pequeños senderos. Ese descenso se hacía más pronunciado, ya que en pocos metros de recorrido nos encontramos en la base de la montaña. En ambos costados del camino se divisaban algunas casas perdidas entre medio de la exuberante arboleda, también desde los alrededores nos llegaba el chirrido de un chancho, que aparentemente estaba a punto de ser carneado, como dicen en el campo. Allí en la base del cerro Los Colorados descansamos en un amplio sector descubierto que sirve para acampar; había que reponer energías para superar la última escalada, la cual según nos dijeron iba a ser la más empinada. Ya eran alrededor de las seis de la tarde y nos quedaban dos horas y un poco más de luz del día. Apenas empezamos a subir nos dimos cuenta que, a esta altura con el cansancio acumulado, la pendiente de un ángulo casi vertical, y el terreno arcilloso dificultarían nuestro ascenso. Era un camino zigzagueante y como todos los que presentan ese trazado, muy empinado, nos dijeron que eran unas doce vueltas que teníamos que dar para llegar al abra. Ascendimos continuamente una hora suponiendo que estaríamos en mitad del cerro, ya habíamos perdido la cuenta de las vueltas que teníamos que dar, solo nos importaba seguir caminando y culminar con la tortura, ya que en cada vértice de esas vueltas nos deteníamos un par de minutos a recuperar el aire para poder continuar. Por supuesto que nuestras piernas nos pedían un descanso más prolongado, que no les podíamos dar, porque al frente; sobre el otro cerro que habíamos dejado atrás, el sol ya se ocultaba en el poniente y la bruma de la neblina nos soplaba con un aire helado, era el comienzo del traspaso del día hacia la noche. Continuamos sin parar y llegamos a un portón, ese era el punto de referencia que indicaba que habíamos llegado al Abra El Potrero, límite entre los Departamentos de Tilcara y Valle Grande.

Nos sentamos a descansar unos quince minutos solamente, ya que las sombras de la noche nos acechaban peligrosamente, y no era un asunto menor porque debíamos transitar por un lugar desconocido e inhóspito para nosotros. El camino presentaba una pronunciada inclinación hacia abajo, ahora el esfuerzo lo sufrían las rodillas y los dedos de los pies, puntos de frenado contra el envión que nos provocaba el camino cuesta abajo y la fuerza de gravedad. Además, teníamos que lidiar con un suelo arcilloso y resbaladizo, con algunas piedras sueltas y prominentes raíces que entorpecían nuestro paso, menos mal que habíamos seguido el consejo de llevar ramas gruesas que nos sirvieran de bastones. En cuestión de minutos habíamos bajado alrededor de doscientos metros, pero la oscuridad de la noche también nos había alcanzado, y el frondoso paisaje boscoso formaba un techo que no permitía el traspaso ni siquiera de un hilo de luz de las estrellas, convirtiéndolo en un sitio totalmente abisal. Así como la noche, el nerviosismo y el temor se hicieron presentes, íbamos en hilera tratando de no separarnos mucho, alumbrando con las linternas el camino plagado de raíces que sobresalían del suelo y que eran una permanente trampa para los tropiezos. Tomamos dos breves descansos de cinco minutos, ya habíamos perdido la noción de la hora, en realidad ya poco importaba ya que no habíamos podido llegar a destino durante el día. Continuamos por el sendero más ancho como nos habían indicado, ya que en algunos sectores de ese camino se desprendían otros más estrechos.

En un momento los que íbamos atrás de la fila comenzamos a escuchar el chasquido de hojas y ramas resquebrajadas como si alguien o algo las estuviera pisoteando, lo que hizo que alertáramos al resto. Nos detuvimos y al alumbrar hacia los árboles vimos una cola felina, alargada y fina, no debíamos separarnos tanto, ya que nos habían advertido que podíamos toparnos con algún predador que solamente ataca a una persona cuando está sola. Cuando la desesperación empezaba a dominarnos, vislumbramos algunas luces, eso nos indicaba que estábamos cerca de algún poblado. Llegamos a una casa que estaba en penumbras, suponíamos que era la de Doña Rufina Poclaba, porque nos habían dicho que era la primera casa al costado del camino que veríamos al llegar a San Lucas. No sabíamos con exactitud si habíamos llegado a destino, pero estábamos en un lugar seguro así que decidimos acampar, al otro día averiguaríamos cómo se llamaba ese lugar.

 

San Lucas- San Francisco

Ya cuando había aclarado el día y el sol aún no se había hecho presente en la mañana, nos despertó una anciana muy amable, quien nos ofreció agua caliente para prepararnos el desayuno, era Doña Rufina, su calidez nos hizo presumir que esa forma de ser era una característica propia de su familia. Nos ofreció hacer tortillas fritas con ella para que pudiéramos llevarnos como avio (pequeñas cantidades de comida que llevan los lugareños para consumir en el camino). Al despedirnos pude ver en sus ojos un destello luminoso que me demostraba su tristeza, quería que nos quedáramos a compartir por lo menos un par de días con ella, una invitación que nos hubiera encantado aceptar; pero nos urgía llegar a San Francisco lo antes posible. Ya que los tiempos de aventura se nos acortaban y debíamos volver al mundo urbano del trabajo y sus obligaciones.

Alrededor de las diez de la mañana emprendimos la caminata que nos sirvió para conocer un poco San Lucas, un lugar netamente campestre con un pequeño río que traspasa el pueblo en donde todos se conocen. La pastura existente hace que sea ideal para la cría de ganado bovino y equino, también hay un puesto de salud, un teléfono comunitario y un pequeño almacén en la cual se pueden comprar algunos comestibles. Allí nos aprovisionamos para emprender el último tramo que nos anticiparon sería el más difícil, por el riguroso calor existente en esta zona, un clima húmedo que supone lluvia, por lo cual debíamos apurarnos ya que el camino era arcilloso y cuando se moja resulta muy resbaladizo. Comenzamos a seguir el sendero despidiéndonos del verde del pueblo para adentrarnos otra vez en el suelo terroso y colorado del cerro. Nos indicaron que tuviéramos cuidado porque en esa zona por el excesivo calor se pueden encontrar al costado del camino víboras y reinas moras, que son una especie de lagartijas venenosas. La primera parte del trayecto es en bajada, ya era cerca del mediodía y el sol reinante tornaba el clima existente en una caldera, por suerte llegamos a un arroyo que fue una bendición para refrescarnos. A partir de ahí comenzamos a transitar un camino con vaivenes, entre subidas, algunas tan elevadas que daba la impresión de que tendríamos que gatear para poder treparlas, y bajadas más atenuadas. En el suelo vimos un excesivo número de ciempiés, producto de la humedad del mismo. Caminamos alrededor de una hora hasta llegar a un manantial plagado de mosquitos; nos impactó la inmensidad de ese macizo rodeado de vegetación con un enorme corazón de piedra desde donde brota de manera constante el agua fresca y dulce. Quedamos extasiados ante la naturaleza imponente de ese lugar, nos sentimos tan ínfimos ante tanta inmensidad, ya que ahora nos tocaba contemplarla desde abajo. Para el calor agobiante que llega a extenuar el físico, esas fuentes de agua, que nos dijeron que en todo el trayecto hay tres, resultan un tesoro invaluable para los caminantes. Ya que el camino a pesar de tener una cubierta de árboles que aportan sombra permanentemente es desgastante, por la temperatura cuya sensación térmica en plena tarde nos parecía que rondaba los 40°.

Al llegar a la tercera fuente de agua, decidimos descansar por un largo rato, para después internamos en un sendero zigzagueante casi interminable, con la selva rodeándonos, en donde cada soplo de aire fresco resultaba un impulso que nos alentaba a seguir. Al costado nos llegaba el sonido del bramido de un río, era el indicativo de que estábamos cerca del puente, el cual debíamos cruzar para ascender al último cerro y conectarnos nuevamente con el mundo urbanizado. Esto nos hizo continuar con más ánimo, buscando el otro punto de referencia más cercano al puente, que era un cartel en una bifurcación del camino que indica el camino hacia Santa Bárbara y hacia San Francisco. Caminamos alrededor de diez kilómetros y aún no habíamos encontrado el cartel, para colmo la visibilidad para saber con exactitud de cuanto nos faltaba para llegar al puente era nula, ya que el costado por donde escuchábamos el torrente del río se encontraba cubierto de una tupida arboleda. La única referencia de que íbamos por el camino correcto era el sonido del río cercano a nosotros.

Nos detuvimos a descansar unos minutos para recuperarnos física y anímicamente, la incertidumbre empezaba a querer doblegarnos.

Nos alentamos para continuar con la convicción de que ya estábamos cerca, aproximadamente después de recorrer unos dos kilómetros nos dimos con el cartel, a unos trescientos metros nos encontramos finalmente con el puente. Allí descansamos y comimos las últimas provisiones que teníamos, debíamos emprender con la mayor cantidad de energías nuestro último desafío. Ya eran cerca de las seis y media de la tarde cuando comenzamos a escalar ese gigantesco cerro de tierra tan colorada como la lava misma. Nos habían advertido que el camino de ese cerro era muy empinado, pedregoso y angosto, con peligros más cercanos al mismo, ya que la vegetación selvática escondía muchos nidos de víboras alrededor. Lo que también encontramos en esas interminables vueltas fueron vacas con sus becerros, que se ponían en medio del sendero. Debíamos apurarnos ya que las últimas luces del día se estaban apagando, en ese momento nos cruzamos con un hombre que iba con cuatro burros con carga, quien nos dijo que estábamos en la mitad del cerro.

Todavía nos faltaba la otra mitad y el tiempo tirano transcurría impiadoso, lo que nos hacía suponer que en cualquier momento nos quedaríamos en penumbras. Antes que se fuera la claridad vimos cómo se cruzaba de un lado al otro del camino una víbora de un intenso color amarillo que se perdió entre el follaje de las plantas. Después se vino la noche, no nos quedaba otra opción que caminar, tomando solo descansos de apenas un minuto para cambiar el aire.

Teníamos que salir de ese lugar lo antes posible, fue una lucha interna constante, entre lo físico y lo mental, mientras las piernas nos pedían parar, el cerebro nos alentaba a seguir. Predominó la fortaleza mental ante la debilidad física y cuando la lluvia que nos había amenazado durante la tarde comenzó a desatarse, nos encontramos con que habíamos llegado a la garita, el punto que nos unía nuevamente con lo urbano.

Allí nos sentamos en medio de una torrencial tormenta a esperar algún vehículo que nos acercara hasta San Francisco, ya que el colectivo que debíamos tomar ya había pasado hace horas. Por suerte luego de un corto tiempo se detuvo una camioneta que nos llevó hasta San Francisco, estábamos totalmente empapados, pero felices de haber cumplido nuestro objetivo. Fue una expedición de seis días, en los cuales caminamos por caminos pedregosos, terrosos, empinados, resbaladizos, estrechos, con precipicios, con peligros latentes en algunos de ellos; y por los cuales atravesamos once cerros. Una experiencia que nos conectó con nosotros mismos y con la naturaleza en su más pura expresión. Que nos desconectó de la tecnología, pero nos conectó con realidades distintas de personas que viven entre medio de esos cerros. Y que nos dejó como conclusión que el vínculo con la naturaleza nos termina fortaleciendo.

 

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